Ingresé con 25 años en un carmelo con Constituciones de 1990 en agosto de 1991, después de un largo discernimiento acompañada por mi director espiritual, donde llegué a profesar temporalmente en junio de 1993.En octubre de 1993 tuve que solicitar un permiso de ausencia por extrema debilidad al verme desatendida por mis hermanas ante mi enfermedad (una vez fuera del convento desarrollé una tuberculosis).
Durante el tiempo que permanecí dentro sufrí abusos de conciencia (la priora me pidió mis apuntes de conciencia) y abusos de autoridad debido a una mala interpretación del voto de obediencia reducido a sumisión ciega y a un trato personal que rayaba en la inhumanidad.
Recuerdo una reducción del Carmelo a lo que llamaban santas costumbres (dormir en un jergón de paja, lavarse en la celda con la jofaina, permanecer de rodillas en el coro durante largo rato, sentarse en el suelo…) olvidando preceptos evangélicos como la caridad. El noviciado era algo parecido a una prueba de supervivencia, que una vez superada, se premiaba con la profesión solemne en la que se pasaba a formar parte del capítulo y a poder votar en la toma de decisiones relevantes que afectaban a la vida comunitaria.
Una vez fuera del convento, fui presionada para pedir perdón a la comunidad por haber salido y también para volver. Nadie del obispado (a quien solicité mi permiso de ausencia) me contactó para interesarse por mi salud, ni preguntarme qué había ocurrido; se limitaron a aceptar la versión de la priora que afirmó que “esta juventud no sabe lo que quiere”. A día de hoy sigo esperando una disculpa por parte de la comunidad, tan solo la actual priora ha reconocido que la madre maestra que tuve era muy mayor.
Tardé unos diez años en recuperarme del todo: tuberculosis, anemia ferropénica extrema, trastorno de ansiedad generalizada que requirió terapia. En definitiva una reconstrucción de la persona tras sufrir una destrucción total justificada por el axioma “toda vocación es probada”.
Durante un tiempo me alejé de la práctica sacramental, aunque finalmente regresé a la Iglesia al descubrir que Dios no había querido aquello sino que tan solo lo había permitido.
Con el transcurso de los años he comprendido que debería haber ingresado en un convento que abrazando las Constituciones de 1991, se hubiera adaptado a los postulados del Concilio Vaticano II.