Anécdotas que viví en mi etapa del seminario, entre los 17 y los 22 años.
Mi primera experiencia cuando llegué al seminario fue como una especie de bofetada. Desde niño siempre tuve problemas de autoestima, me gustaba aparentar interés por los estudios, que sabía muchas cosas. Entonces mi vida era la Iglesia y deseaba mucho ser sacerdote. Recuerdo la primera entrevista que tuve con el formador. Fui con mi padre, con toda la ilusión del mundo y él manifestó un cierto freno a toda esa ilusión. Me dijo que habría que discernir si verdaderamente yo tenía vocación, porque muchos eran los llamados y pocos lo elegidos. Marché de allí con un pequeño sabor agridulce. Y así empezó todo.
Una vez dentro del seminario, yo era una persona que llamaba mucho la atención. De hecho, sin yo decir nada, ni tan siquiera postularme para tal cosa, mis compañeros de clase quisieron que fuera el delegado. Cuando comenté esto en nuestras reuniones de revisión de vida, que teníamos en el seminario menor, en la que revisábamos el estudio, la oración y la convivencia, el formador se opuso completamente a que yo fuera el delegado de clase, pues, según él, eso iba a suponer que yo iba a estar llamando la atención, que iba a estar de alguna manera en la palestra y él en todo momento lo que quería era que yo no destacara, no llamara la atención, etc. Yo era una persona que llamaba la atención por mi forma de ser, por mi forma de comportarme, no lo buscaba conscientemente, pero era algo que me gustaba. Mis compañeros querían que fuera el delegado por un problema que tuvimos con la profesora de matemáticas, casi al empezar el curso. Suspendió a más de 80% de la clase y yo dije que si había más de un 80% de suspensos igual el problema no era solo del alumnado. La forma en que gestioné el problema y hablé de él hizo que mis compañeros quisieran hacerme delegado de clase. Pero no pude presentarme, tuve que decirles que no podía pues el formador no me dejó.
Sucedió también que murió la madre de un compañero nuestro de clase. Fue la primera vez que vi un cadáver, fue en el tanatorio y para mí fue muy llamativo. Era la madre de un compañero —nosotros estábamos en primero de bachillerato—, a mí me causó mucha impresión. Quise componer una poesía para la revista del colegio dedicada a su madre. Cuando el formador se enteró de que quería hacer eso, me pidió que le enseñase primero la poesía a él, antes de mandarla al equipo que editaba la revista del colegio. El formador me hizo una crítica brutal: que tenía muy poca calidad poética, que lo que ahí se decía no era relevante y que por tanto mejor era que no la publicara. A pesar de lo que me dijo, mandé la poesía y la poesía se publicó. Así actuaba muchas veces cuando me parecía injusto lo que me decía, no obedecía, lo cual me causaba problemas, pero bueno, no sé si era el ego o mi necesidad de ser yo mismo, pero en más de una ocasión no cumplía lo que me decía.
Lo que más me hirió y lo que más me hizo pasarlo mal fue lo siguiente. Teníamos una formación todos los martes, y un día cuando íbamos a la formación iban entrando todos mis compañeros, y cuando fui a entrar el formador me dijo que no entrase, haciéndome un gesto desagradable con la mano me dejó fuera y cerró la puerta. Entonces me puse muy nervioso, lo pasé muy mal y fui a hablar con el padre espiritual. Me consoló un poco, me dijo que me tranquilizara. Yo pensaba que esa reunión era porque me iban a echar del seminario y resultó que el formador le dijo a todos mis compañeros que tenían que tener conmigo el trato básico, poco menos que hola y adiós. En aquella época todas las noches desde el móvil de un compañero hacía una llamada perdida a mi madre para que supiera que estaba bien, en aquella época no había whatsapp ni nada de eso, y esa noche cuando fui a la habitación de mi compañero para pedirle el móvil me dijo que no me lo podía dejar porque por orden de arriba ya no podía permitirme hacer eso.
Como esa fueron muchas. Fue una época en que yo me sentía mal, ya venía de mi casa con la sensación de que era una persona mala y dañina, porque era muy distinto a lo que mis padres hubiesen querido de mí. Yo sé que ahora se sienten muy orgullosos de mí, pero entonces yo no era un hombre de campo, no me gustaba el campo, no me gustaban muchas de las cosas que a mi familia les gustaba. Con esa sensación ya te puedes imaginar lo que para mí supuso que se reforzara esa idea en el seminario.
En una ocasión el formador llamó al cura de mi pueblo para decirle que no me dejara nunca más vestirme de monaguillo en las misas y el cura se negó totalmente, le dijo que estaban intentando hacer que yo fuese algo distinto a lo que era. El formador le dijo irónicamente que le agradecía su colaboración en mi formación en el seminario, y el cura de mi pueblo lo mandó a freír espárragos y le colgó el teléfono.
Puedo contar un montón de anécdotas, básicamente ese era el ambiente que tenía que soportar en el seminario. En el seminario menor, en las reuniones de revisión de vida éramos cuatro personas. Con los otros tres se llevaba cinco minutos con cada uno de ellos y el resto del tiempo era conmigo. Las correcciones —vejaciones o humillaciones las llamo yo— siempre eran por mi forma de ser, y mi forma de ser no era más que una persona que llamaba la atención, cuando no me gustaba algo lo decía, me daba igual que fuese el rector o quien fuese, si no estaba de acuerdo con algo que decía, yo lo decía, pero soy consciente de que no lo decía con malos modos, simplemente manifestaba mi desacuerdo y ya está, y si algo me enfadaba, manifestaba mi enfado. No le faltaba al respeto nunca a nadie, sencillamente manifestaba mi enfado o mi malestar.
En navidades hacíamos lo del amigo invisible. Un año, que además estaba con nosotros el obispo, se hizo una presentación en powerpoint, que se proyectaba en una pantalla y a cada persona que iba a recibir un regalo se le hacía una pequeña presentación. Cuando me tocó a mí recibir mi regalo pusieron un bocadillo con unas nota musicales y yo decía: “No sé para qué sirven, pero me gustan”. A mí siempre me ha gustado mucho la música y allí en el seminario siempre trataba de que se cuidase mucho tanto la liturgia como la música. Así que con aquella parodia daban a entender que en realidad no entendía nada de música y me las daba de enterado. Me sentí ridiculizado y avergonzado. Encima delante del obispo. Entonces me dijeron que no tenía sentido del humor y no sé qué más. Pero bueno, es que era una detrás de otra.
Y es que el formador ejercía una presión sobre mí que ni mis padres. Otro desdén de los suyos fue en una ocasión en que saqué un diez en latín. Vine muy contento y lo anuncié en la cocina, al fin y al cabo mi familia era aquella, mi familia de sangre estaba a muchos kilómetros del seminario. Estaba muy orgulloso de mi nota y el formador tuvo a bien decir: “Pues ya te habrás trabajado a la profesora para que te haya puesto un diez”. Siempre era desprestigiarme, humillarme, intentar restar valor a todo lo que tenía que ver conmigo.
Eso fue lo que a mí me hizo salir del seminario.