“Señor, tú lo sabes todo… tú sabes que te amo” (Jn 21;17).
El relato evangélico en el que el Apóstol Pedro reafirma su amor por el Señor, ha sido uno de los que más me han marcado en el camino de mi vida. Desde que era un niño, recuerdo con nostalgia los juegos de «hacer misa». Mientras todos los niños de mi edad jugaban con carritos o en el patio, a mí me llenaba mucho más imitar al sacerdote de mi parroquia celebrando la santa misa.
En mi adolescencia comencé más seriamente el discernimiento vocacional, conociendo comunidades religiosas y seminarios diocesanos, asistía a talleres vocacionales y retiros, con el corazón inquieto de saberme llamado por Dios. Así pues, a mis diecisiete años ingresé al seminario de mi diócesis, con todas las ganas, la mayor de las ilusiones y el deseo de entregar mi vida al Señor en la formación sacerdotal.
Pero… ¡Vaya sorpresa!, la imagen idealizada del seminario y de la formación sacerdotal, en el primer semestre ya era totalmente distinta. Desde los celos entre seminaristas, las luchas por «ser el primero» o «ser el mejor», o las frases de los formadores: «Es la Iglesia quien confirma si tienes vocación o no» … Todo esto confrontaba con la idea que tenía del Maestro: «El que quiera ser el primero, que sea el último y el servidor de todos» (Mc 9;35); «Os haré pescadores de hombres» (Mt. 4;19) y «Yo soy el camino» (Jn 14;6).
Esto ya era suficiente, pero con la dirección espiritual y en conversaciones con el rector intenté «normalizar» todas estas cosas y comencé a aceptarlo (y que mirando ahora hacia atrás fue una cosa a la que nunca debí ceder). Me fui sumergiendo en la estructura de una institución que tiene su manera de operar y que fuera de esa manera no es posible pertenecer.
El cambio de obispo diocesano trajo a nuestras vidas uno de los momentos más dolorosos: sin consultar, sin conocernos, sin ni siquiera apelar a la caridad cristiana, este obispo decide terminar con el proceso formativo de diez seminaristas. Me encontré delante de una institución en la que siendo el mensaje central de su fundador el amor y la misericordia, el actuar era inmisericorde y desde argumentos como «yo soy el obispo» o «el Espíritu Santo me ha inspirado a tomar esta decisión». Y así quedamos… en la calle, sin saber qué hacer y a comenzar de nuevo. Pero «Dios escribe derecho en renglones torcidos».
Cuatro años después intenté entrar en otra diócesis y fui admitido y enviado a estudiar fuera del país. Más maduro, con una visión más amplia de la vida social y laboral, volví a verme delante de una institución que, a mi modo de ver, actúa contrario al mensaje central del evangelio, donde simplemente se ha convertido en un grupo de funcionarios que administran sacramentos y justicia, basados en un montón de rituales y de leyes dictados en el Código de Derecho Canónico, que tiende a parecer más a un gobierno civil que una fuente de gracia.
Así decidí desistir del proceso de la formación sacerdotal, reconociendo las cosas buenas que he ganado para mi vida, pero también sabiendo que la llamada que recibí fue seguir a Jesús, que mi vida en sus manos es un lugar donde se derrama la gracia y no un espacio para el juicio, señalamientos o un mero cumplimiento de leyes.
Ver la Iglesia desde dentro, de conocer tantos obispos y sacerdotes me enseñó que Dios es tan ilimitado que con nuestras miserias humanas lo limitamos, que su misericordia está por encima de mis imperfecciones y que Jesús de Nazaret tenía toda la razón del mundo para llamar a los fariseos «raza de víboras, sepulcros blanqueados» (Mt 23;33). Porque cuando la fe y la religión se convierten en una carga tan pesada que no se puede cambiar, se desvirtúa totalmente su propósito, que es acercar a todos a Dios. De esta experiencia aprendí, que el amor va por encima de la ley y que Dios está por encima de sus ministros.