La expresión que da título a este artículo es lo que normalmente reciben como respuesta por parte de individuos que militan en la Iglesia católica, todas aquellas personas consagradas que son víctimas de cualquier abuso en el seno de la Iglesia. Llama la atención la poca empatía que hay hacia las víctimas. Después de escuchar relatos que sobrecogen por su crueldad, repugnancia y dramatismo, ningún oyente muestra indignación hacia los agresores. Parece que el mundo eclesiástico se derrumba cuando las víctimas denuncian estos hechos. Nadie se organiza para defenderlas y protegerlas, para poner en su sitio a los agresores (que debe incluir además el deseo de su regeneración), para acabar con este mal, para hacer justicia y cumplir así con el mandato de Cristo: «Buscad el Reino de Dios y su justicia» (Mt. 6,33).
Llama aún más la atención el modo autoritario en que se le habla del perdón a quien denuncia una agresión, pues la expresión «hay que» es una manera imperativa de dar una orden para ejecutar una actividad. Se invade así de forma violenta su intimidad y su conciencia, pues es ella la que debe decidir si quiere o no perdonar. Decisión que debe ser respetada. Nadie puede exigirle ni pedirle que perdone, y mucho menos sin considerar que ello conlleva un proceso. Como tampoco se le puede reclamar la manera en que debe perdonar, quizás la víctima no quiere volver a ver a su agresor, incluso después de haberlo perdonado.
De todas formas, no pasa nada si la víctima no quiere perdonar, no es ese el centro del problema.
Por otra parte, no olvidemos que facilitaría mucho la obtención de perdón si el propio agresor lo pidiera, eso significaría un reconocimiento por su parte del daño hecho. Al verbalizar su culpa, ayuda en gran manera a la víctima a dar sentido a todo lo que ha vivido y posibilita la construcción de una relación sana entre víctima y agresor.
También favorecería la obtención de perdón que los hechos se reconocieran públicamente, que la persona perjudicada recibiera una indemnización económica que le permitiera reconstruir su vida. Si en lugar de oír «Hay que perdonar» oyera expresiones tales como «Estoy contigo», «No estás sola», «¿Qué puedo hacer por ti?», con más facilidad se inclinaría hacia el perdón.
Más aún, todos los que han sufrido abusos perciben que se les reclama que perdonen como garantía de veracidad de los hechos que relatan. Muy al contrario, es garantía de veracidad el malestar, la ira, el dolor, el llanto, las reacciones psicosomáticas…
Los que escuchan son los que deben cambiar de postura y dejar de proteger al agresor. Validar el dolor de la víctima, abandonar el buenismo ―que rebaja la gravedad de los conflictos― y pasar a la acción. Requerir a los agresores que asuman responsabilidades y reparen el daño hecho. ¿Quién corre con los gastos de las terapias psicológicas? ¿Y de los tratamientos médicos? ¿Y con los honorarios de los abogados? Todo tiene que salir del bolsillo de la víctima. ¿Quién le ayuda a reconstruir su vida? ¿Cómo se le puede exigir a alguien que perdone cuando aún está bajo las consecuencias de los abusos recibidos? En el mundo eclesiástico no son comunes expresiones como «responsabilidad civil», «reparar el daño», «indemnizaciones económicas» (ahora está empezando a haber una reacción en este sentido, pero por presión de la opinión pública, no por propio convencimiento).
Las víctimas de abusos en la vida consagrada entraron en las congregaciones con salud, y después de varios años, salen cargando con enfermedades, muchas de ellas crónicas, como consecuencia del maltrato recibido. Cuando un militar o un policía recibe una lesión en acto de servicio, tiene derecho a una pensión. No así en la vida religiosa. Nadie asume responsabilidades ni la persona causante del daño ni sus superiores ni la congregación ni la institución eclesiástica. El exreligioso debe soportar las repercusiones de una enfermedad adquirida en la vida consagrada, que le impiden obtener y/o mantener un trabajo, sin recibir una pensión que le permita llevar una vida digna.
Todo esto quizás se deba, en parte, a la manera en que se predica el perdón en la Iglesia católica:
- Que no suele validar las emociones de ira, dolor, resentimiento… después de un daño recibido y enseguida las califica de pecado, conminando a la persona a que las reprima.
- Que pone en el mismo rasero tanto una pequeña ofensa como un delito.
- Que califica como venganza una denuncia, cuando los delitos deben ser denunciados.
Además, se predica el perdón en homilías, catequesis, grupos de oración… y la presión psicológica es siempre para el católico de a pie, las personas que tienen un cargo en la Iglesia nunca se dan por aludidas. Las víctimas de abusos en la Iglesia «tienen que perdonar», pero las autoridades eclesiásticas no se acercan a ellas para reconciliarse. ¿El motivo? No será porque en la Iglesia no hay suficientes personas cualificadas para resolver conflictos. No será porque la Iglesia no posee suficientes bienes para enfrentar indemnizaciones.
De todas formas, no es cuestión de tener o no dinero, porque el dinero se produce. Es verdad que la Iglesia ha perdido bastante poder y prestigio, pero aún conserva el suficiente para recaudar fondos y agrupar a personas en torno a causas cuando estas son nobles y justas.