Por Hortensia López Almán
La manipulación es un tema del que se trata mucho. Existe multitud de artículos, libros y videos en los que se define a un narcisista manipulador y se exponen sus características, tales como el sentimiento de grandeza, pues creen ser seres superiores, especiales, únicos y merecedores de un trato preferencial. Necesitan admiración y buscan constantemente la atención de los demás. Muestran una falta absoluta de empatía hacia los otros. Utilizan a las personas para lograr sus objetivos sin importarles las consecuencias. Usan tácticas como el chantaje emocional, la culpa o la victimización para controlar a los demás. Distorsionan la realidad, exageran sus logros, minimizan sus errores y culpan a otros de sus problemas. Son emocionalmente inestables, muestran bruscos cambios de humor y reaccionan mal ante la crítica.
Estos patrones de conducta se repiten a manera de copia-pega en muchos grupos humanos, pues la maldad no tiene originalidad ninguna. El manipulador se basa en nuestras vulnerabilidades, así cualquier persona es susceptible de ser captada por uno de ellos, pues todos tenemos vulnerabilidades.
En definitiva, toda la temática se centra en los manipuladores, se dan pautas para identificarlos y claves para protegerse de ellos.
Pero, ¿qué nos hace a todos vulnerables ante este tipo de personas? Cuando hablamos de manipulación, hablamos de control, pues el narcisista manipulador busca controlar a los demás para satisfacer sus propias ambiciones. Y, ¿por qué tantas personas caen en la trampa de quienes quieren dominarlas?
En nuestra sociedad se habla mucho de borreguismo, de control, de dictadura, al mismo tiempo que se habla de libertad, de libertad de conciencia, de derechos, pues todos percibimos que se está ejerciendo un control sobre nosotros a manera de una tela de araña pegajosa que nos envuelve, de la que nos queremos desprender sin conseguirlo. Pero, ¿realmente queremos ser libres? ¿Sabemos qué es ser libres?
Hoy día muchos entienden la libertad como el tener derecho a hacer lo que uno quiera. Y lo que la mayoría quiere es tener asegurada una situación de placer rodeada de bienes materiales.
Si por un lado se habla de libertad, por otro vemos a personas que se dejan llevar por las opiniones ajenas, no toman decisiones, no asumen riesgos ni responsabilidades, no desarrollan un pensamiento crítico, les parece más fácil que otros tomen decisiones por ellas. Pero el ejercicio de la libertad implica siempre un riesgo, es como un salto al vacío, donde cabe la posibilidad de que ocurra algo perjudicial o desfavorable, y, por tanto, produce vértigo, pues en un salto uno se aleja de su punto de apoyo, de aquello que le proporciona seguridad. Esto es por lo que muchos aceptan que otros tomen las riendas de sus vidas, quieren ser libres y que otros les anden el camino para no perder su seguridad. La libertad es algo que se nos ha dado, pero también es algo que hay que trabajar.
Tampoco nos educan para ser libres, solo se nos educa para que seamos honestos y productivos. Vemos además como algunos padres controlan a sus hijos, o los sobreprotegen. Es como si tuviéramos miedo a que los demás sean libres. Habría que preguntar a los padres: ¿Por qué tenéis miedo de que vuestros hijos sean libres? A los políticos: ¿Por qué tenéis miedo de que el pueblo sea libre? A los que gobiernan la Iglesia: ¿Por qué tenéis miedo de que los fieles sean libres?
Asimismo, hay quien usa el control para retener a su lado a las personas a las que quiere, porque a veces se marchan de nuestro lado aquellos a los que amamos a pesar de que les hacemos el bien. Pero eso es ser libre: tú y el otro.
No olvidemos que libertad no es otra cosa que libertad de conciencia, y la conciencia es el espacio íntimo donde Dios se relaciona con la persona, a solas. Es un lugar de diálogo reservado y personal, en el que no puede entrar absolutamente nadie ―es curioso oír contar a tantas víctimas de manipulación todo lo que han vivido y ver como no caen en la cuenta de la grandeza que hay en ellas, pues en su relato queda bien claro que el manipulador ha intentado entrar en su conciencia y NO HA PODIDO―. En nuestro margen de opcionalidad y en nuestra capacidad de elección está el ser fiel a nuestra conciencia. En ese espacio íntimo el alma va conociendo a Dios y cuanto más le conoce, más le ama. Y a medida que va conociendo sus perfecciones, las va comunicando a los demás, pues la necesidad de comunicar lo vivido es fundamental para el ser humano. Esta perfección de la que Dios nos hace partícipe a cada uno de nosotros es única y exclusiva.
Imaginemos una obra de ballet. El público se acomoda en las áreas preparadas para él: patio de butacas, anfiteatro, palcos y paraíso. Cada persona ocupa un asiento, bien en la zona central, bien en la zona de la izquierda o de la derecha. Así, cada uno tiene una percepción del espectáculo en virtud del lugar que ocupa. A esto se añade las cualidades que posee cada persona: vista, oído, carácter, inteligencia, sensibilidad, capacidad de atención… Mientras suena la música y los bailarines danzan, cada espectador se fija en un aspecto: música, coreografía, vestuario, decoración del escenario… pasando de una cosa a otra, pues todo sucede a la vez y el espectáculo está sujeto al tiempo. Es imposible que capte todas las perfecciones que hay en esa obra de ballet. Al terminar esta, los asistentes conversan animadamente sobre lo que han visto y cada uno de ellos expresa aquello que le ha impresionado, lo que más le ha gustado: la sincronización de los bailarines, la destreza de los solistas, la elegancia de los trajes, la belleza de la música en todas sus variedades, alegre, suave, triunfal. La grandiosidad del espectáculo en su conjunto. Todos comentan el mismo espectáculo de forma diferente ―debido a la necesidad que tienen de comunicar lo que han vivido, lo que han experimentado― y no hay dos percepciones iguales, porque no hay dos personas iguales.
Pues nosotros, todos nosotros, estamos llamados a reflejar una perfección de Dios, todos estamos llamados a contemplar algo que los demás no pueden contemplar. Como en el teatro, cada uno contempla una perfección de Dios que al otro le es imposible contemplar porque está situado en un asiento diferente. En esto reside la riqueza de la conversación. Y si alguien voluntariamente decide no ocupar su asiento, ese asiento quedará vacío para siempre y la perfección de Dios que está llamado a contemplar quedará sin ser comunicada.
De aquí lo importante que es trabajar para que todos y cada uno vivan su libertad (libertad de conciencia y no libertinaje). Y si la propia libertad es maravillosa, la del otro de igual modo lo es. Así podemos preguntar a quien quiere controlar a otro: ¿Por qué tienes miedo de que el otro escuche a Dios? Pues el otro te va a mostrar una perfección de Dios que tú nunca podrás contemplar por ti mismo. Por ello es imprescindible que toda la sociedad trabaje para no limitar ni coaccionar la capacidad de elección de nadie, para que cada uno pueda libremente ser fiel a su conciencia. Siendo libres seremos felices.
Por último, añadir que en ese riesgo que implica la libertad, la seguridad en ese salto al vacío es la confianza en Dios, y de ahí se irá de maravilla en maravilla, de perfección en perfección, de admiración en admiración, de sorpresa en sorpresa.
Vive tu libertad, trabaja para que los demás la vivan y déjate sorprender.