Quiero compartir el testimonio sobre mi experiencia en la vida consagrada. Pero antes que nada quiero aclarar dos cosas. La primera es que todo lo que yo pueda decir no es de una forma generalizada. La segunda es todo lo que yo pueda decir no será para atacar ni herir a nadie y menos a la Iglesia. No hablo de una experiencia generalizada porque yo hablaré sobre mi propia experiencia, sobre mi propio entorno. Con esto no tengo como propósito atacar a ningún monasterio, congregación religiosa o seminario y mucho menos a la Iglesia como muchas veces se malinterpreta. Ya que, si yo atacara a un monasterio o congregación o instituto religioso específicamente, eso no sería atacar a la Iglesia, porque la Iglesia es el Cuerpo de Cristo y la Iglesia es universal, no se reduce solamente a un grupo de personas reunidas en un monasterio, congregación religiosa o seminario. Y la vida consagrada es un don que Dios ha dado a la Iglesia.
Mi objetivo es ser lo más realista y respetuosa en todo lo que voy a decir, teniendo en cuenta que quienes puedan leer esto son personas muy amadas por Dios. Cabe mencionar que en este momento ya no guardo ningún resentimiento ni rencor con nadie, pues quien guarda rencor se destruye a sí mismo.
Pertenezco a una familia de escasos recursos y desde que tengo uso de razón tengo la inclinación a pertenecer a Cristo por completo. Entré a la primera comunidad a los 18 años, fue muy difícil para mí integrarme de una vida de campo a una vida de ciudad. Pero mi deseo de consagrarme era muy grande. Dejar a mi familia fue muy difícil. Los primeros dos años, aspirantado y postulantado, fue una bonita experiencia, aunque difícil porque yo era una persona muy tímida y me costaba mucho aprender las cosas. Pero tenía una madre maestra que me apoyaba mucho y unas compañeras que eran muy buenas conmigo, siempre me ayudaban en todo lo que no entendía. Mi familia nunca me pudo visitar por la distancia y falta de recursos económicos. Pero mis compañeras siempre me compartían algo de lo que su familia les llevaba cada mes. La comunidad me proporcionaba todo, incluyendo económicamente lo que necesitaba para ir de vacaciones con mi familia, como lo hacía con todas las demás.
Se terminaron los dos años de aspirantado y postulantado y tuve que pasar al noviciado con la madre maestra de novicias, la cual sentía que no le caía bien. Desde un principio por todo me castigaba. Y siempre me llamaba aparte para llamarme la atención de manera muy fuerte por cosas sin importancia. Y cuando estábamos todas juntas me trataba normal y yo no lograba entender esa actitud de ella hacia mí. Yo trataba de agradarle porque le tenía miedo, pero ella más se ensañaba conmigo y en privado que me llamaba muy seguido prácticamente todos los días, y tenía que escucharla por largo tiempo. Me dolía mucho todo lo que me decía y a veces lloraba porque no soportaba más. Me decía que yo nunca iba a ser alguien en la vida, que yo no había nacido para las alturas, que era una manzana podrida que iba a dañar a las demás, que me regresara de donde había venido, que eso era lo mejor para mí, que desistiera de estar intentando algo que me quedaba grande, siempre me decía que mi familia no estaba aportando nada para que yo estuviera allí. Todo eso me dolía y me causaba mucha inseguridad. Pero ella era la única que me decía todo eso. Las demás todas me trataban muy bien y nadie sabía nada de lo que a mí me pasaba, pues ella me decía que cuidado con decirle a la madre provincial la forma en que me trataba. Si yo decía algo yo salía perdiendo y me iban a despedir de ahí porque me preguntaba si iban a creer a ella o a mí. Pues era obvio que iban a creer a ella.
Todo lo que yo hacía no servía y lo destruía enfrente de mí tirándolo a la basura, pero siempre se cuidaba de que nadie más la viera. Mis compañeras nunca se enteraron y un día que me animé a decirles no me creyeron porque con ellas era muy buena. Hubo una ocasión en que me dejó sin comer todo el día y me puso a lavar la loza de toda la comunidad para que aprendiera a hacer bien las cosas. Yo nunca le contestaba nada porque le tenía miedo.
Al decirme todo el tiempo que mi familia no aportaba nada para que yo estuviera ahí, me vestía y me daba lo que las otras ya no querían y si alguna hermana me regalaba algo nuevo, me lo recogía, me preguntaba que si yo creía que lo merecía y yo le contestaba que no y entonces me decía que se lo entregara. Y me decía que yo no servía para nada bueno. Siempre me decía que yo debía desistir de la vida religiosa, que yo no era para eso. Y la presión era demasiado alta.
Llegué a creer verdaderamente que yo era un fracaso, que yo amaba a Dios, pero Él a mí no. Y siempre me decían, ella y más hermanas, que Dios hablaba en la autoridad, a través de la autoridad, así que yo no tenía salida. Pensaba y sentía que Dios me despreciaba. Así soporté los dos años del noviciado que sentía eran eternos, pero solo sobreviví, pues yo sabía que no merecía nada y que tampoco Dios a mí me amaba. Con estos sentimientos y esta incertidumbre y dolor e inseguridad que yo tenía y que siempre tenía reprimido porque ella no me dejaba hablar con nadie y todo parecía normal.
Así terminé el noviciado y mi tiempo de formación ya con experiencias diferentes. Un año antes de mi profesión perpetua supe de la existencia de la vida contemplativa, me emocioné muchísimo y pedí salir de esa congregación. La superiora provincial me dijo que si me iba ya no sería aceptada de regreso y aún así dejé todo para entrar a dicho monasterio.
Dejé mis estudios académicos y todo para entrar a este lugar. Al entrar sentí una gran paz y me sentí segura de que al fin había encontrado mi lugar. Mi ilusión era muy grande, pero sentía que no lograba superar mi situación interior, me sentía muy deprimida, tenía demasiada ansiedad, trataba de ocultar lo más que podía, pero no lo lograba y me decían que no me veían feliz, que tal vez no era mi lugar. Me esforzaba aún más pero no podía controlar la tristeza y la baja autoestima que me dominaba. Cuando hablaba con la madre maestra me comentaba lo que la comunidad decía, que no me veían contenta y eso a mí me aterraba porque yo no quería salir de aquel lugar y sentía que tarde o temprano así iba a ser. Lloraba mucho y les pedía que me ayudaran para salir de eso. Cada vez que se reunían en capítulo yo sentía y pensaba que hablaban de mí, de mi salida. Sentía una gran angustia hasta que un día esto se hizo realidad.
Después de cinco años me dijeron que tenía que retirarme. Me obligaron a firmar un papel donde decía que renunciaba a mis votos. Ese día, esa fecha marcó para mí un antes y un después. Suplicaba llorando que no quería irme, que por favor me ayudaran. Pero esta vez me tocaba a mí, pues me tocó ver, mejor dicho, escuchar jóvenes que tuvieron que salir antes que yo. Las escuchaba llorar y eso me afectaba mucho. Y no había nada que yo pudiera hacer, después que se iban la madre maestra nos juntaba para darnos la noticia y nos decía que quienes estábamos ahí éramos privilegiadas porque Dios nos había llamado para estar en ese lugar. Eso a mí me confundía porque yo pensaba entonces: “Quienes tienen que irse por la razón que sea ¿Dios no las ama?”. Pero ciertamente yo no podía cuestionar a nadie, todo me lo guardaba. Ella daba a entender que Dios nos escogía a nosotras y a ellas las había descartado.
¿Cómo olvidar ese día en que tuve que salir? Mi mundo se me vino abajo. Después de andar cubierta de la cabeza a los pies tuve que quitarme mi hábito que tanto quería y colocarme una blusa transparente, una falda a la rodilla, de manera que me sentía muy incómoda. En un lugar desconocido para mí, lejos de mi familia, solo una persona que conocía en ese lugar me ayudó llevándome a una vecindad. Yo quería y hubiera preferido quedarme día y noche a las puertas del monasterio suplicando me abrieran. No quería irme con mi familia porque me ilusionaba pensar que se iban a arrepentir y me llamarían de regreso. Pero eso nunca pasó. Mientras tanto no entiendo cómo es que no morí, pues bajé bastante de peso, no podía comer, no dormía y mi vista solo estaba hacia una dirección, yo deseaba que Dios me concediera el regalo de poderme ir de este mundo. Quería que Dios me concediera ese regalo, pero ni de eso era digna, porque no merecía nada y Dios hacía mucho tiempo me había abandonado. Eso era lo que yo sentía y pensaba, no seguiré más con esto porque no sé explicarlo, creo que nunca tendré palabras para hacerlo.
En ir y venir de un lugar para otro me encontré con unas personas que me dieron esa ayuda, ese apoyo que yo necesitaba en el monasterio y al fin fui completamente libre de esa angustia, depresión, ansiedad e inseguridad. Aunque para mí ya lo había perdido todo, era una gran ganancia el sentirme libre de todo eso.
Me di cuenta que yo era muy amada por Dios y que Él era el único que me había amado y recogido llevándome a un puerto seguro, que siempre me protegió y no dejó ni permitió que me pasara nada en aquella vecindad que era un lugar altamente peligroso y nunca se fue ni se ha ido de mi lado. Aunque no quería aceptarlo, pues estaba muy lastimada mis heridas eran muy grandes y sentía que Él tenía la culpa de todo y era Él quien me hacía sufrir con tanta intensidad. Paso a paso fui entendiendo que eso no era así, que al contrario Él también sufría conmigo y en mí. Cuando yo sentía que Él no me amaba era cuando yo estaba más cerca.
Tristemente los institutos religiosos no pueden imaginar lo que sufrimos cuando somos expulsadas solo porque no fuimos aptos para quedarnos con ellos. Será fácil tal vez deshacerse de una persona y seguir adelante como si nada pasara, sin volver a saber nada de ella o qué fue de ella. ¿Qué pasa con estas personas a las que se les ha puesto una marca y queda descubierta ante la sociedad y ante la Iglesia?
Así han pasado los años, empecé a ir de un lugar a otro. Lo primero que hice al salir del monasterio fue con un poco de dinero que me dieron comprarme una falda larga y una blusa que me vistiera bien y desde entonces no he cambiado mi forma de vestir. Aunque he recibido muchos desprecios y rechazos diciéndome que engaño a la gente, que así solo visten las religiosas. Mi vida desde ese momento ha sido de entrega total a Dios en servicio a los demás. Él me ha sostenido siempre, me ha llevado a lugares y situaciones difíciles, pero Él ha estado conmigo, me ha preparado para ser una persona útil, servicial en la Iglesia. Humanamente me siento muy sola en este mundo. Me he presentado con varios obispos, sacerdotes y consagrados. Al verme me tratan con amabilidad, pero cuando les informo que canónicamente no estoy consagrada cambian su actitud totalmente hacia mí. Es muy doloroso sentirse repudiada por la Iglesia y es aquí donde duele mucho y yo me pregunto: ¿De dónde salió eso, de que esas personas ya no tienen el mismo valor? Tal vez alguna persona pensará que exagero y que eso no es así, pero yo hablo de mi propia experiencia. ¿De dónde salió eso de que una religiosa que permanece en un convento tiene más valor o vale más que una que ha salido, pero que vive día a día entregando su vida al Señor al servicio de sus hermanos y se mantiene fiel a su vocación a pesar de las circunstancias?
Me he presentado ante varios obispos para ser aceptada en el orden de las vírgenes, pero para ninguno mi caso ha sido importante. Amo con todo mi corazón a la Iglesia y me duele mucho sentirme rechazada y repudiada por Ella. Dios me ama y me hace sentir su amor que está conmigo, pero si hablo humanamente me siento sola en el mundo porque según el mundo no estoy casada, tampoco soy una mujer soltera y según la Iglesia no soy consagrada, eso significa que no existo.
Sé que habrá personas que me comprenden porque viven de manera semejante, pero otras no lo entienden, es decir, no estamos acostumbrados a pensar que cuando Dios da algo no lo vuelve a quitar y en este caso cuando una persona sale de un instituto religioso porque no tiene vocación, sale porque lo descubre, poco o mucho tiempo después rehace su vida donde sea su lugar, solo cambia de estado de vida. Pero nadie piensa en la persona que salió y tiene vocación. Con pedirle que se vaya por la causa que sea no se le quita la vocación, porque la vocación no la da ni la quita un instituto religioso. Y entonces como la persona no está en ningún lugar es como si no existiera y se les ve como personas infieles con las cuales no hay que juntarse. Esa es mi experiencia, las personas consagradas tienen un lugar para vivir, las familias tienen un hogar, en mi caso yo no tengo ninguno, porque me he dedicado a trabajar por la Iglesia y mi consagración no tiene valor porque no es canónica.
Ven que mi trabajo da fruto en las parroquias, pero la actitud de indiferencia y rechazo no cambia. Trabajo, pero después yo veré a donde voy porque no soy consagrada canónicamente, ni tampoco tengo por qué ocupar un espacio que no me pertenece. Es decir, si hablamos en un lenguaje humano sería sentirme utilizada. Desde luego que esto no es así porque es mi vida trabajar por el Reino de Dios. Esta es mi experiencia y testimonio y con ello no estoy atacando a nadie.
Estamos acostumbrados y cerrados a pensar, porque yo así estaba antes de entrar a la vida religiosa. Pensaba que ahí había puras personas santas como que ahí no existía la parte humana. Y ahora veo con toda claridad que hay en la vida consagrada muy buenas y que se han dejado transformar por el Espíritu Santo y que hacen mucho bien, pero también hay otras que han entrado que, aunque con buena intención no han podido cambiar y forjarse un buen carácter porque no han superado una historia personal y simplemente no han dejado entrar a Dios en su vida y son personas, como a veces decimos, cascarrabias o amargadas que no son felices y hacen mucho daño.
Esto es una realidad, esto no es atacar a la Iglesia. Aquí la Iglesia no tiene nada que ver en esto. Estamos equivocados pensando que todo lo bueno está ahí adentro y todo lo malo estamos acá afuera. Eso no es así. Hay personas humanas dentro y personas humanas afuera. Lo que nos va a alcanzar la salvación no es el estado de vida al que Dios nos ha llamado sino la forma en que lo hayamos vivido, por eso también tenemos sacerdotes bravos o enojones, como decimos. Una cosa es ser estricto, que eso es algo bueno hasta cierto punto y positivo, pero algo muy diferente es que tengan una historia difícil y nunca lo solucionaron en su formación y así llegaron a la ordenación sacerdotal. Esto no es un secreto para nadie, que en la Iglesia tenemos malos sacerdotes porque así fueron ordenados. Esto tampoco es un ataque a la Iglesia, esto es ser realistas y aceptar lo que tenemos. No seguirnos equivocando pensando que lo que hay en un convento o seminario son solo personas perfectas, porque no es así. Son personas que están peleando sus propias batallas y que algunas logran vencerse a sí mismas y otras no, y así llegan a la profesión definitiva u ordenación sacerdotal y luego hacen mucho daño a los feligreses por no haberse forjado un buen carácter, pues tener carácter fuerte no significa ser explosivo, eso cualquiera lo puede tener, sino al contrario, tener un carácter fuerte significa que se sabe controlar hasta a sí mismo y es capaz de tratar a quienes le rodean con amor, respeto y amabilidad. La vida religiosa es para vivirla con un propósito de santidad sin caer en un fariseísmo, sintiéndose en un plano diferente a los demás. Nadie debemos adueñarnos de Dios, adueñarse de Dios significa querer apropiárselo y, si es posible, que con los enemigos sea devastador. Esta actitud con frecuencia puede darse en la vida religiosa, usando la religiosidad para llenarse de soberbia. Cuando esto pasa se pervierte la religión y se diluye la bondad.
Dios nos ama a todos con un amor especial. Dios nos ama con especialidad y no con exclusividad.
Agradezco y reconozco la labor maravillosa de Hortensia López Almán, presidenta de la Asociación Extramuros, que está apoyando a estas personas que no tenemos ni voz ni voto, y a todas las personas que apoyan económicamente. Muchas gracias.